Comentario a la
parashá de Miquets
El sueño de Yosef
La Torá nos
explica cómo, después de haber vendido a su hermano Yosef a los comerciantes
midyanitas, diez de los hijos de Yaacov llegan a Egipto y se encuentran con él sin
ser capaces de identificarlo. No podían ni soñar que su hermano, vendido como
esclavo, pudiera haberse convertido en el Virrey de Egipto.
Cierto que habían
oído los sueños de su hermano pequeño, pero no habían sido capaces de
entenderlos.
En el primer
sueño había tres fases: en la primera, ‘ellos’, todos los hermanos, ataban
gavillas en el campo; en la segunda ya no hay campo ni ‘ellos’, sino tan solo
la gavilla de Yosef que ‘se levanta y se asienta’; en la tercera y última fase,
aparecen solo las gavillas de los hermanos que se postran ante la de Yosef. No
hay que ser un gran intérprete de sueños para entenderlo, sobre todo cuando ya
sabemos el final: en la primera fase están todos en la Tierra de Israel, el
campo, atando sus gavillas, procurando cada uno por su progreso personal. En la
segunda fase, ya fuera de la Tierra Santa, se levanta ‘el progreso’ de Yosef
que había estado tumbado, como esclavo y como prisionero en las cárceles, y
consigue asentarse al convertirse en Virrey de Egipto. En la última fase vienen
sus hermanos a pedir su ayuda económica, a comprar provisiones para afrentar
los años de carestía que azotaban toda la zona.
El cumplimiento del sueño
profético
Ahora, en nuestra
parashá, cuando se estaba cumpliendo palabra por palabra el primer sueño, el
mismo Yosef debía hacerles entender otro tema muy grave. La despedida que había
tenido de sus hermanos, unos veintidós años antes, había sido muy poco
amistosa: casi le habían matado antes de optar por echarlo al pozo, y de allí a
venderlo como esclavo. Así no se trata a un hermano. Y menos cuando estamos
formando algo muy serio y muy importante como es el futuro Pueblo de Israel.
Debían haber
comprendido que cada uno de los hermanos, incluso aquél que parecía ser
diferente de los demás, tenía una enorme importancia en la construcción de este
gran Pueblo, y no podía prescindirse de nadie.
A los hermanos
les cuesta mucho entender esto. Para ellos, Yosef era un enemigo, que intentaba
expulsarles de la Sagrada Familia. Así como el padre de Avraham, Téraj, había
quedado excluido, y luego Lot, su sobrino; después habían desaparecido
Yishma’el y los hijos de las concubinas de Avraham; finalmente se había
despedido también a Esau. Los hermanos temían que Yosef estaba tramando
expulsarlos a ellos. No entendían los sueños de su hermano: creían que era un
montaje para propiciar la opinión del padre para que les excluyera. El
comportamiento de Yosef no ayudaba a mejorar su imagen, ya que parecía
desacreditarlos ante su padre con sus historias. Hasta que estuvieron
convencidos que debía condenársele a muerte. Claro que estaban equivocados,
pero esto tampoco significa que fueran malos.
Pero ellos creen
que Yosef es un malvado. No entienden su forma de actuar, creen que todo son
trucos, creen que es un farsante. Y él lo sabe, y no sabe cómo sacarles de su
error.
Por esto intenta
arrestar a uno de los hermanos, a Shim’ón, quien había tenido la idea de
matarlo, mientras los demás van a traer las provisiones a sus familias. No
parece preocuparles demasiado que también Shim’ón haya ‘desaparecido’ de la
familia, seguramente creían que podrían solucionar el problema fácilmente, pero
aun así deberían haber protestado y exigido su libertad. Y este es el motivo
por el que Yosef no tendrá más remedio de ‘arrestar’ a su hermano materno, a
Binyamín. Y aquí sí, aquí Y’hudá protesta y lucha por él.
Parecería que los
hermanos han comprendido el mensaje, al final del proceso. Por desgracia no es
así.
Yo temo a D’ios
Ya en este primer
encuentro, antes de descubrirles su verdadera personalidad, Yosef les ‘ataca’
con una declaración muy dura para ellos. Debería resultarles muy difícil oír de
boca de un gobernador egipcio unas palabras así: “yo temo a D’ios” (Génesis
42:18). Yo sí, y vosotros no.
Ellos reaccionan
muy rápidamente, haciendo un examen de conciencia muy profundo, tres versículos
más adelante (id. 42:21): “somos culpables por nuestro hermano…”. No deberíamos
haberle abandonado de este modo. Siguen opinando que es un malvado, pero
reconocen que no deberían haberle tratado de este modo.
A continuación
tendrá que hablar con ellos varias veces, al descubrirles su verdadera
identidad, tendrá que explicarles que se está realizando un plan muy antiguo,
que el Creador ya se lo había anunciado a Avraham en el pacto que hizo más de cien
años antes.
Drama inacabado
El drama no acaba
ni siquiera cuando, ya muerto su padre, al final del libro del Génesis, ellos
siguen creyendo que Yosef es un malvado que aprovechará la muerte de su padre
para vengarse. Y por ello, a lo largo de la Historia de nuestro Pueblo, sigue
flotando una sospecha sobre la cabeza de Yosef y de sus descendientes y
alumnos, de aquellos que siguen sus pasos y su modo de ser, que son
considerados malvados, cuando en realidad su corazón está lleno de un verdadero
temor al Creador.
El drama de la
identidad de los discípulos de Yosef, fieles miembros del Pueblo, fieles
servidores del Creador, con un camino particular tan diferente al de su hermano
Y’hudá, despierta precisamente en la fiesta de Janucá, precisamente cuando los
griegos intentan separarlo de sus raíces judías. El midrash que habla del
aceite del Sumo Sacerdote que no se había impurificado, se refiere precisamente
a esto, al temor, al respetuoso amor al Creador que se esconde en su corazón
incluso cuando nos da la impresión de que se une al enemigo. Y luego este amor
respetuoso, este temor al Creador, es el fuego que sirve para encender
precisamente el candelabro del Templo.
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