jueves, 3 de noviembre de 2016

El Fuego que enciende la Menorá


Comentario a la parashá de Miquets

El sueño de Yosef

La Torá nos explica cómo, después de haber vendido a su hermano Yosef a los comerciantes midyanitas, diez de los hijos de Yaacov llegan a Egipto y se encuentran con él sin ser capaces de identificarlo. No podían ni soñar que su hermano, vendido como esclavo, pudiera haberse convertido en el Virrey de Egipto.
Cierto que habían oído los sueños de su hermano pequeño, pero no habían sido capaces de entenderlos.
En el primer sueño había tres fases: en la primera, ‘ellos’, todos los hermanos, ataban gavillas en el campo; en la segunda ya no hay campo ni ‘ellos’, sino tan solo la gavilla de Yosef que ‘se levanta y se asienta’; en la tercera y última fase, aparecen solo las gavillas de los hermanos que se postran ante la de Yosef. No hay que ser un gran intérprete de sueños para entenderlo, sobre todo cuando ya sabemos el final: en la primera fase están todos en la Tierra de Israel, el campo, atando sus gavillas, procurando cada uno por su progreso personal. En la segunda fase, ya fuera de la Tierra Santa, se levanta ‘el progreso’ de Yosef que había estado tumbado, como esclavo y como prisionero en las cárceles, y consigue asentarse al convertirse en Virrey de Egipto. En la última fase vienen sus hermanos a pedir su ayuda económica, a comprar provisiones para afrentar los años de carestía que azotaban toda la zona.

El cumplimiento del sueño profético

Ahora, en nuestra parashá, cuando se estaba cumpliendo palabra por palabra el primer sueño, el mismo Yosef debía hacerles entender otro tema muy grave. La despedida que había tenido de sus hermanos, unos veintidós años antes, había sido muy poco amistosa: casi le habían matado antes de optar por echarlo al pozo, y de allí a venderlo como esclavo. Así no se trata a un hermano. Y menos cuando estamos formando algo muy serio y muy importante como es el futuro Pueblo de Israel.
Debían haber comprendido que cada uno de los hermanos, incluso aquél que parecía ser diferente de los demás, tenía una enorme importancia en la construcción de este gran Pueblo, y no podía prescindirse de nadie.
A los hermanos les cuesta mucho entender esto. Para ellos, Yosef era un enemigo, que intentaba expulsarles de la Sagrada Familia. Así como el padre de Avraham, Téraj, había quedado excluido, y luego Lot, su sobrino; después habían desaparecido Yishma’el y los hijos de las concubinas de Avraham; finalmente se había despedido también a Esau. Los hermanos temían que Yosef estaba tramando expulsarlos a ellos. No entendían los sueños de su hermano: creían que era un montaje para propiciar la opinión del padre para que les excluyera. El comportamiento de Yosef no ayudaba a mejorar su imagen, ya que parecía desacreditarlos ante su padre con sus historias. Hasta que estuvieron convencidos que debía condenársele a muerte. Claro que estaban equivocados, pero esto tampoco significa que fueran malos.
Pero ellos creen que Yosef es un malvado. No entienden su forma de actuar, creen que todo son trucos, creen que es un farsante. Y él lo sabe, y no sabe cómo sacarles de su error.
Por esto intenta arrestar a uno de los hermanos, a Shim’ón, quien había tenido la idea de matarlo, mientras los demás van a traer las provisiones a sus familias. No parece preocuparles demasiado que también Shim’ón haya ‘desaparecido’ de la familia, seguramente creían que podrían solucionar el problema fácilmente, pero aun así deberían haber protestado y exigido su libertad. Y este es el motivo por el que Yosef no tendrá más remedio de ‘arrestar’ a su hermano materno, a Binyamín. Y aquí sí, aquí Y’hudá protesta y lucha por él.
Parecería que los hermanos han comprendido el mensaje, al final del proceso. Por desgracia no es así.

Yo temo a D’ios

Ya en este primer encuentro, antes de descubrirles su verdadera personalidad, Yosef les ‘ataca’ con una declaración muy dura para ellos. Debería resultarles muy difícil oír de boca de un gobernador egipcio unas palabras así: “yo temo a D’ios” (Génesis 42:18). Yo sí, y vosotros no.
Ellos reaccionan muy rápidamente, haciendo un examen de conciencia muy profundo, tres versículos más adelante (id. 42:21): “somos culpables por nuestro hermano…”. No deberíamos haberle abandonado de este modo. Siguen opinando que es un malvado, pero reconocen que no deberían haberle tratado de este modo.
A continuación tendrá que hablar con ellos varias veces, al descubrirles su verdadera identidad, tendrá que explicarles que se está realizando un plan muy antiguo, que el Creador ya se lo había anunciado a Avraham en el pacto que hizo más de cien años antes.

Drama inacabado

El drama no acaba ni siquiera cuando, ya muerto su padre, al final del libro del Génesis, ellos siguen creyendo que Yosef es un malvado que aprovechará la muerte de su padre para vengarse. Y por ello, a lo largo de la Historia de nuestro Pueblo, sigue flotando una sospecha sobre la cabeza de Yosef y de sus descendientes y alumnos, de aquellos que siguen sus pasos y su modo de ser, que son considerados malvados, cuando en realidad su corazón está lleno de un verdadero temor al Creador.

El drama de la identidad de los discípulos de Yosef, fieles miembros del Pueblo, fieles servidores del Creador, con un camino particular tan diferente al de su hermano Y’hudá, despierta precisamente en la fiesta de Janucá, precisamente cuando los griegos intentan separarlo de sus raíces judías. El midrash que habla del aceite del Sumo Sacerdote que no se había impurificado, se refiere precisamente a esto, al temor, al respetuoso amor al Creador que se esconde en su corazón incluso cuando nos da la impresión de que se une al enemigo. Y luego este amor respetuoso, este temor al Creador, es el fuego que sirve para encender precisamente el candelabro del Templo.

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